– ¿Por qué, Agatha? – me preguntó.
– Bien, supongo que 85 años de vida dan para mucho. Experiencias, descubrimientos, sorpresas, misterios… mi especialidad. Es cierto que muchos desearían haber tenido mi infancia: fui feliz, feliz con mi familia, con mi educación (de la que se encargó mi padre) y con mi residencia en Inglaterra. Sin embargo tanta felicidad llegó a su fin (como debía hacerlo en algún momento) con la muerte de mi padre. Recuerdo ese día como si fuese ayer. Tenía once años. Llovía, y yo venía de jugar en el campo con mis amigos. Mi madre nos reunió a todos los hermanos en el salón. Sus ojos enrojecidos retenían lágrimas que creaban una capa de agua semejante a un cristal a punto de romperse. Y entonces mi hermano formuló la pregunta para la que todos teníamos la respuesta. A pesar de eso nos recompusimos, y siempre estaré agradecida a mi hermana, porque ella fue la que me impulsó a seguir mi pasión. Sin embargo, esta no fue la única tristeza de mi vida. En 1914 me casé con Archibald Christie, un coronel con renombre. Fueron tiempos tristes los que viví con él. Me limitaba a lavar y planchar ropa, a cocinar, a lavar platos y a hacer otras tareas del hogar, pero no me olvidaba de escribir cuando mi marido no estaba delante. La verdad es que los mejores crímenes para mis novelas se me ocurrieron fregando los platos. Fregar los platos convierte a cualquiera en un maníaco homicida de categoría. No sé si por desgracia o por fortuna descubrí que me había engañado con una jovencita, y antes de divorciarnos decidí sorprenderlo yo también, pero a mi manera: creando un misterio. Ese fue el motivo.
Vera P.